DO�A MARIA DE LA CONCEPCION
El 9 de diciembre de 1758 nace en Caracas Mar�a de la Concepci�n Palacios y Blanco, madre de Sim�n Bol�var. A los quince a�os de edad cas� con Juan Vicente Bol�var y Ponte. Los Palacios siempre fueron gente de buen gusto. A do�a Mar�a de la Concepci�n le apasionaba la m�sica, tocaba la flauta con delicadeza, sobre todo en las veladas familiares. Muri� muy joven, a los 34 a�os de edad, dejando hu�rfanos a Mar�a Antonia, Juana, Juan Vicente y Sim�n Bol�var. Su recio car�cter le hab�a permitido manejar con buen tino los negocios y las propiedades que dejara su esposo. Pocos datos se tienen sobre do�a Mar�a de la Concepci�n Palacios. Fue la primog�nita de don Feliciano de Palacios y Sojo y de do�a Francisca Blanco y Herrera. Su educaci�n estuvo al cuidado de sus padres y debi� de ser muy esmerada, pues se sabe que redactaba con propiedad y era aficionada a la m�sica y a la pintura. La prematura muerte de su esposo, ocurrida cuando llevaban apenas 13 a�os de matrimonio, la enfrent� con la doble responsabilidad que supon�a la educaci�n de sus cuatro peque�os hijos y la correcta administraci�n de los bienes dejados en herencia por su difunto esposo. En el celo, austeridad y consagraci�n que dedic� a cumplir estos deberes est� sin duda el retrato moral de una matrona de costumbres morigeradas, de profundo sentido religioso y familiar, dedicada por entero a sus obligaciones como cabeza de familia. Falleci� en Caracas el 6 de julio de 1792, a consecuencias de una hemotisis. Su menor hijo, Sim�n, contaba apenas 9 a�os de edad. |
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Los restos de los padres del libertador, as� como los de la esposa de �ste, y algunos otros deudos, descansan en la Capilla de la Trinidad, en la Catedral de Caracas. Un monumento del notable escultor italiano Vittorio Macho, se�ala el sitio donde duermen. FRAGMENTO DEL DISCURSO DEL Pbro. Dr. CARLOS BORGES EL 5 DE JULIO DE 1921, EN EL ACTO DE ABRIRSE POR PRIMERA VEZ AL PUBLICO LA CASA NATAL DEL LIBERTADOR Tiempo es ya, amigos m�os, de que se nos presente a la se�ora de la casa: Do�a Mar�a de la Concepci�n Palacios y Blanco de Bol�var y Ponte. Tiene veintitr�s a�os: su belleza es fina y delicada como la de los lirios avile�os. Porte gentil, silueta aristocr�tica, y un aire indefinible de ing�nita prestancia que la distingue entre todas las de su rango. Su estatura, ni grande ni peque�a, es la que Shakespeare requer�a para la bienamada: llega hasta el coraz�n de su marido. Ojos grandes y negros, de suave fulgor m�stico, a la sombra de luengas pesta�as, ojos candorosos y humildes, inconscientes de su poder y de su gloria. Negro, tambi�n, y ondulante y copioso el cabello. Boca de dulzura y de gracia, donde es luz la sonrisa, la bondad miel y m�sica el acento. Tez de blancura alabastrina, con esa palidez de buen tono de las j�venes principales, criadas y florecidas, faltas de sol y mundo pero pulcras de cuerpo y alma, en el recogimiento conventual de los viejos casones coloniales. La benignidad y la ternura le son connaturales, como el perfume a la azucena y la dulcedumbre al panal. Jam�s en su presencia se fustig� al esclavo sin que al punto ella no detuviese, imperiosa o suplicante, el brazo del verdugo. Y alguna vez dio sus pechos de madre joven al huerfanillo negro, y cerr� los ojos del anciano que envaneci� sirviendo a la familia por m�s de tres generaciones. Por eso la veneran los infelices como a una Isabel de Hungr�a. Y es de verla por esas calles, rumbo al templo, con su real traje de terciopelo negro guarnecido de riqu�simas blondas, en su litera de patricia, dorada como un trono. P�rtanla con orgullo sobre sus recios hombros cuatro h�rcules africanos, un gracioso grupo de doncellas mulatas la precede, llevando una la alfombra, otra el abrigo, �sta la sombrilla, y aqu�lla de quince a�os - su ahijada y favorita- el devocionario y el flabelo de su buena ama y madrina; todas limpias y honestas, tocadas de blanco, cubierto el n�bil seno por vistoso pa�uelo de Madr�s, de estreno la gaitera alpargata, y olorosos a jab�n de Castillo y a mastranto y a alhucema la camisa de gala y el fust�n dominguero. A fuera de Palacios y Sojo, tambi�n es ella filarm�nica, y canta, y pulsa el arpa y se atreve con la guitarra. En extremo pulcra y hacendosa, mantiene la casa, seg�n su habitual expresi�n, "como una tacita de plata". Y aunque le sobran sirvientes, esta mujer insigne que ha heredado de sus mayores el culto por los santos y por los h�roes, sacerdotisa y reina del hogar, con sus propias manos cubre de flores el altar dom�stico, prende la lamparita de la Virgen, pone al sol las antiguas banderas y limpia y abrillanta los aceros de las panoplias. Y a veces... como ante un espejo m�gico que le hiciera inefables revelaciones, se queda pensativa y como so�ando ante la hoja de una espada. Tres veces madre a los veintid�s a�os, ya se advierte en ella esa ennoblecedora fatiga que sigue siempre a los grandes esfuerzos creadores, y por la cual el mismo Dios, seg�n dice en figura el G�nesis, se sienta a descansar ante su obra. La aparente debilidad de su constituci�n f�sica, cierta expresi�n como de abatimiento en su semblante, y su misma temprana y excesiva fecundidad anterior, har�an tal vez creer que se ha agotado en ella la sagrada fuente de la vida. Pero la omnipotencia del Alt�simo ha puesto prodigiosas y extraordinarias reservas de energ�as fisiol�gicas y morales en esta admirable criatura, predestinada a concebir en sus entra�as al redentor de Am�rica. |